
La Bonaerense recargada: razones inconfesables de un acto de sedición
contraeditorial.com // Sábado 12 de septiembre de 2020 | 09:26
Bajos salarios, caída de la recaudación ilegal y oportunismo político. El error que desnudó el vínculo opositor con el apriete uniformado. Historia delincuencial de “los Patas Negras”, la fuerza de seguridad más poderosa del país, que jaqueó la institucionalidad democrática.
El primer signo de la crisis policial tuvo un carácter anticipatorio. Fue durante el anochecer del 6 de septiembre, cuando una ex asesora de Patricia Bullrich, la abogada Florencia Arietto, dijo en un programa de TN que La Bonaerense “está viendo hacer alguna clase de movilización”. Y agregó: “Se que hay una reunión para pedir mejoras salariales y el respaldo que no tienen, porque hay un discurso anti-policía; entonces tenemos un problema grave”. En ese preciso momento, quizás al comprender que había metido la pata hasta la cintura, se deshizo en balbuceos. Pero ese domingo pasaron desapercibidas sus palabras.
El “rechifle” de los uniformados se desató en la mañana del lunes.
Su foco más dramático ardía el miércoles ante la Quinta Presidencial de Olivos rodeada por decenas de patrulleros con las sirenas prendidas, mientras sus ocupantes, armados con pistolas reglamentarias, agitaban banderas para las cámaras de TV. Esa escenografía ubicó en un segundo plano el reclamo de recomposición salarial que había originado el conflicto.
PELIGROSOS La Bonaerense también fue a apretar al Gobierno Nacional a la quinta de Olivos
Otra gran escena de la protesta transcurría en Puente 12, con un efectivo trepado en la punta de una inmensa antena, que amenazaba con tirarse al vacío si el gobernador no recibía de inmediato el petitorio de los manifestantes. Era el teniente Aldo Oscar Pagano (dado de baja por razones psiquiátricas en 2006 y reincorporado el año pasado al servicio activo). Al tipo lo ovacionaba una multitud formada por policías en actividad, retirados, exonerados, familiares y personajes ilustres como Baby Etchecopar, Juan Carlos Blumberg y José Luis Espert.
Dicho sea de paso, fue notable que este último no estuviera acompañado por su correligionario Ricardo López Murphy. En realidad, pocos saben de sus razones personales para rehuir a un evento de esta naturaleza. Razones que, además, no son ajenas a la historia misma de La Bonaerense y a su modo de dirimir las desaveniencias con las autoridades políticas.
En este punto es necesario retroceder a un pasado ya remoto.
“La policía de la provincia de Buenos Aires mata por la espalda. Sus hombres, aparentemente disciplinados, entran en componendas con la delincuencia, se ensañan con los débiles y han llegado a la perfección del matonismo. Pero, de manera incomprensible, no sienten vergüenza de ser señalados de ladrones, cobardes y asesinos de la población”. Este párrafo pertenece a un artículo publicado en la revista Siete Días en julio de 1965
Semejante estado de situación hizo que el gobernador radical, Anselmo Marini, ideara una estrategia para ponerle el cascabel al gato. Su herramienta fue el abogado Juan José López Aguirre, quien así se transformó en el primer interventor civil de La Bonaerense.
Uno de los intentos civiles de domar a La Bonaerense concluyó en junio de 1966, con el golpe de Estado de Onganía.
Los “Patas Negras” –tal como se los llama a los efectivos de esa fuerza– vivieron tal intromisión como una a afrenta y sus reacciones hicieron temblar a la provincia. El gobernador no tardó en comprender que se habían duplicado los problemas: la presencia del nuevo funcionario, además de resultar incapaz de encausar el descontrol policial, le sumaba otra cuota de zozobra.
Desde entonces empezaron a arreciar las rebeliones de aquella mazorca.
El 21 de septiembre de ese año, el interventor y su hijo mayor, un niño algo regordete, tuvieron que abandonar la Legislatura de La Plata ocultos en el piso de un vehículo, cuando un grupo de policías baleaba el frente del edificio.
El niño era Ricardo López Murphy.
Ese intento civil de domar a La Bonaerense concluyó abruptamente en junio de 1966, con el golpe de Estado del general Juan Carlos Onganía.
Pero ni eso apaciguó la pulsión “combativa” de los azules.
El listado de sus motines es extenso, incluso bajo dictaduras militares, como la virulenta huelga de 1973, durante la presidencia del general Lanusse, sofocada por el Ejército con tanques y cañonazos. En cambio, subordinados al orden constitucional, los “rechifles” policiales jamás tuvieron freno. Pero no sin que, previamente, los uniformados ensayaran una variada gama de recursos persuasivos, como arrojar un cadáver en algún escritorio oficial, el trabajo a reglamento (“poner palanca en boludo”, como se dice en la jerga), establecer zonas liberadas para así aumentar la temperatura de la inseguridad y hasta las bromas iniciáticas. Ellos son unos artistas en eso.
Al respecto, el modo con que se sacaron de encima al teniente coronel Aldo Rico (puesto al frente del Ministerio de Seguridad por Carlos Ruckauf en diciembre de 1999) fue antológico.
No fue un secreto que su punto más vulnerable era la comunicación. Y es posible que el plan en su contra haya sido urdido en alguna sobremesa de la cúpula policial, entre copas y risotadas. La fecha fijada para su concreción fue el 15 de marzo de 2000.
Ese día su vocero, un tal Poggi, recibió un sobre con una fotografía del presidente Fernando de la Rúa y un custodio. Al dorso decía que el custodio no era otro que el “Indio” Castillo, un terrorista de ultraderecha. Sin perder un segundo, Rico convocó a una conferencia de prensa para revelar esta cuestión. Y creyó lucirse. Había caído en la trampa: el presunto Castillo era, en rigor, un subcomisario de la Federal que se le parecía. Rico renunció esa misma tarde.
A Aldo Rico le hicieron creer que el custodio del presidente De la Rúa era un terrorista de ultraderecha.
Por esa época las indisposiciones policiales eran bastoneadas por “Los Sin Gorra”, un colectivo de policías exonerados entre 1998 y 1999, durante la gestión de León Arslanián. Cabe evocar que éste sufrió en manos de aquellos muchachos un virulento copamiento del Ministerio de Seguridad, que incluyó la rotura de vidrios, tiros al aire y palazos, en repudio a sus reformas. Su líder fue el ex comisario Edgardo Mastrandrea. Bien vale reparar en su figura
Ese hombre había sido echado de un plumazo en 1993 nada menos que por el cabecilla de la “Maldita Policía”, Pedro Klodczyk. El motivo: brindar protección a una red de casinos clandestinos. La acusación era veraz. Pero lo que en verdad le recriminaba fue no compartir los dividendos con la “corona”. Algo inadmisible.
Asimilado de modo forzoso a la vida civil, se transformó en una especie de Ave Fénix, pero en clave de thriller. Por lo pronto, ese tipo gordinflón y con mirada huidiza no tardó en tener entre el público una promisoria acogida. Sin que se le moviera un solo músculo del rostro, se describía como un objetor de conciencia, un perseguido por las alimañas que se apoderaron de la fuerza; hasta tenía un discurso en defensa de los derechos humanos. Con tal disfraz supo fatigar estudios de TV. Un disfraz que exhibía múltiples roles y virtudes: experto en violencia urbana y adalid de la lucha contra la corrupción. Además, era el referente sindical de los uniformados. Hoy más que nunca se lo extraña.
INSÓLITO Policías que fueron echados por Vidal y ahora le reclaman a Axel Kicillof
Porque “El Gordo” –así como lo llamaban sus allegados–, primero fue condenado a 15 años de prisión por delitos de lesa humanidad cometidos en la última dictadura. Después, su diabetes le había cobrado la amputación de las piernas; finalmente –en julio de 2016– dicha dolencia terminó por llevarse el resto de su cuerpo. Aquel hombre fue sepultado en el Cementerio de La Plata. De su último adiós participó su familia, junto a un puñado de viejos policías. Tal vez entonces, mientras su féretro bajaba a la tierra, alguien haya dicho para atemperar el dolor: “¡Se fue de razzia!”.
Desde ese instante los reclamos de los Pata Negra quedaron acéfalos de conducción, a pesar de los esfuerzos del suboficial retirado Nicolas Masi por reemplazarlo desde el (pseudo) Sindicato Policial de la Provincia de Buenos Aires (SIPOBA).
Quizás por tal razón otras fuerzas policiales opacaron a La Bonaerense, durante la última década, en materia de rechifles. Tal fue el caso de la huelga efectuada por la Policía de Córdoba en 2013. Su génesis fue significativa.
Sólo bastaron las revelaciones televisivas de un soplón despechado para que un oficial principal se volara la tapa de los sesos, mientras era arrestado nada menos que el jefe de la División de Drogas Peligrosas, comisario Rafael Sosa. El asunto también volteó al jefe de la policía provincial, Ramón Frías, y al mismísimo ministro de Seguridad, Alejo Paredes. A todos se los acusaba de proteger bandas de narcos y armar causas a personas inocentes. De modo que la interrupción provisoria de la caja del narcotráfico, con la correspondiente merma de ingresos al personal, fue el motor del asunto.
Durante la gestión de María Eugenia Vidal, a Ritondo le daban datos falsos para que los repitiera alegremente por TV.
Sus efectos fueron muy estruendosos, dado que bastó el acuartelamiento de tres mil uniformados para que un número indeterminado de hordas civiles se lanzara a una orgía de violencia con un saldo de mil comercios saqueados, unos 200 heridos y dos muertos.
Mientras tanto, las rebeliones policiales se extendían como una enorme mancha venenosa en La Rioja, Río Negro, Catamarca y Neuquén. Una suerte de foquismo azul, en el cual confluyó una explosiva constelación de factores; entre ellos, el debate sobre la sindicalización del personal, el vínculo de las corporaciones policiales con el crimen organizado y su unívoco poder de graduar los decibeles del delito con fines desestabilizadores frente a todo tipo de contingencias que provoque en la recaudación ilegal un lucro cesante.
Este punto, por cierto, traza un denominador común con las causas del reciente conflicto de La Bonaerense. Pero vayamos por partes.
Para comprender esta trama, conviene anclarse en diciembre de 2015. Ya se sabe que la llegada de María Eugenia Vidal al primer despacho de La Plata fue para ella y su equipo algo tan sorpresivo que no hubo tiempo para diseñar debidamente una política hacia la fuerza de seguridad más díscola del país. Por lo tanto, la solución fue recurrir a la “herencia recibida”; o sea, las nuevas autoridades resolvieron servirse de la estructura policíaca dejada por la gestión anterior. Es justamente ahí donde emerge la señera figura del comisario Pablo Bressi, entronizado en reemplazo (por razones jubilatorias) del poderoso jefe saliente, Hugo Matzkin, de quien era su delfín. En aquel momento, ni Vidal ni Ritondo imaginaron que acababan de dar un salto al vacío.
Semejante continuismo ofuscó de manera llamativa a los “porongas” de otras líneas del comisariato que habían cifrado en el cambio de gobierno sus ilusiones por acariciar la cima de la repartición. A partir de aquel momento, la animosidad hacia el Poder Ejecutivo de los sectores policiales disconformes se hizo sentir con un minucioso “gradualismo”. Primero, tomando a Ritondo para el churrete –brindándole datos apócrifos para que los repitiera alegremente por TV–; luego, cumpliendo tareas cruciales a desgano. Paralelamente estallaba en el Gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos: secuestros exprés, como el del fiscal general de Lomas de Zamora, Sebastián Scalera, y el del ex diputado duhaldista –y actual dirigente del PRO– Osvaldo Mércuri, junto con asaltos como el ocurrido en la casa del intendente de La Plata, Julio Garró, y la vandálica incursión al hogar del entonces ministro de Gobierno, Federico Salvai. Pura demostración de fuerza. Y con satisfactorios resultados.
A Vidal no le hicieron protestas por el plus monetario proveniente de la recaudación ilegal que cada mes recibía la tropa para equilibrar sus ingresos.
Raro que por entonces nadie haya imaginado las verdaderas razones que tuvo la gobernadora para mudarse a una base de la Fuerza Aérea.
En mayo de 2017 el reemplazo del irritante Bressi por el componedor Rubén Perroni puso nuevamente en funcionamiento la armonía interna de la fuerza. Cambiar algo para que nada cambie. En consecuencia, así también se restableció el antiguo pacto de los uniformados con los ocasionales pasajeros del Poder Ejecutivo; a saber: demagogia punitiva a cambio de vista gorda con los negocios sucios. Al fin y al cabo, en la recaudación ilegal está cifrado el sistema de sobrevivencia policial. Y su autogobierno.
Matzkin, en su rol de consiglieri oficioso del Poder Ejecutivo provincial supo orientar anticipadamente los términos de la sucesión.
Perroni puso todo su empeño en diferenciarse de Bressi y sus prácticas non sanctas, además de dejar bien sentada su ajenidad al círculo de adláteres del omnipresente Matzkin, a quien describió una y otra vez como el prototipo del policía indeseable. Pero su postura crítica hacia el “Chancho Blanco” –así como llaman a sus espaldas al comisario jubilado– era en realidad una puesta en escena urdida con su autorización.
“El Perro” Perroni se zambulló en su trabajo con sus dos lugartenientes: los comisarios Daniel “El Fino” García y Jorge Oscar Figini.
Fue a comienzos de 2018 cuando los sueldos del personal se estancaron. Desde entonces perderían un 35 por ciento de su valor.
Muchos se preguntan por qué entonces no le hicieron un rechifle a la señora Vidal La respuesta está cifrada en el plus monetario proveniente de la recaudación ilegal que cada mes recibía la tropa para equilibrar sus ingresos.
Ahora, ya en la gestión ministerial de Sergio Berni, el comisario García es el jefe de La Bonaerense y Figini su segundo.
A ellos, ya debilitados por la desaparición forzada seguida de muerte de Facundo Astudillo Castro, les explotó en las manos la sublevación policial.
Sucede que la pandemia paralizó el ingreso de dinero negro. Cajas tales como los desarmaderos, el juego, la prostitución y los “gravámenes” a locales nocturnos, están absolutamente paralizadas, mientras el narcotráfico y la piratería del asfalto, funcionan a medio vapor.
Otra vez, como en Córdoba, la maldición del lucro cesante.
“Sé que hay una reunión para pedir mejoras salariales y el respaldo que no tienen”, soltó la abogada Arietto el domingo por TV.
Al día siguiente fue señalada como parte de la pata política del rechifle que puso en vilo la estabilidad institucional del país.
Su descargo: haberse enterado del asunto “el sábado en todas las redes sociales”. Raro. Porque si bien hubo posteos que deslizaban la posibilidad de una medida de fuerza, aquella “reunión” a la que ella se refiere fue un secreto guardado por sus organizadores bajo siete llaves.
Quizás alguna vez salte a la luz lo que convirtió este reclamo en un acto de sedición. Y quienes fueron los actores civiles que lo posibilitaron.
*Ricardo Ragendorfer es una cita obligada si se quiere indagar y conocer sobre mafias policiales, aconteceres del putrefacto aparato represivo del Estado y entuertos judiciales y políticos. De sus investigaciones salieron libros inevitables como La Bonaerense (escrito junto a Carlos Dutil), Los doblados y El otoño de los genocidas. Coguionó con Pablo Trapero el film El Bonaerense. Una crónica suya inspiró otro film, El túnel de los huesos (de Nacho Garasino). Y en noviembre pasado en el Festival de Cine de Mar del Plata se presentó La secta del gatillo, un largo del director José Campusano cuyo guión, inspirado en otro de sus libros, escribió íntegramente.