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Alberto y Raúl, un juego de espejos

Se parecen, no sólo por la obviedad del bigote. Por algo Alberto lo mencionó ayer, en su discurso de cierre de campaña, en el que será documento histórico. Por algo que no es un guiño electoral porque si algo le sobra hoy son votos. Hace casi cuarenta años, los radicales entendieron que para ganarle a aquella versión -diezmada- del peronismo, tenían que poner al más peronista de los suyos. Ese fue Raúl, un radical movimientista.

Alberto y Raúl, un juego de espejos

Sábado 26 de octubre de 2019 | 13:08

(Por Gaston Garriga @gaston_garriga)  Ahora, en un movimiento simétrico, los peronistas entendimos que necesitábamos a alguien que no nos expresara sólo a nosotros. Había que interpelar, entre otros, a los votantes radicales que no se sienten representados por esa dirigencia genuflexa, mendicante y dispuesta a cualquier humillación por un par de contratos.

Alberto es el más radical de nosotros: se lo ve laico, reivindica el progresismo y habla de la socialdemocracia europea. No tiene un amigo radical, tiene varios. Pero hay una similitud más profunda.

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Entre la primera dictadura y la última pasó más de medio siglo, de 1930 a 1983. Alfonsín fue el presidente de la recuperación democrática, le tocó clausurar la última dictadura y consolidar la democracia. Con aciertos y errores, marchas y contramarchas y concesiones que algunos aún hoy creemos excesivas, como el punto final y la obediencia debida, logró contener al monstruo: ya no hubo golpes de estado.

Los poderes declinantes, como las fuerzas armadas en los ochenta, no suelen aceptar mansamente su derrota ni retirarse de buen grado al sótano de la historia. Aún en retirada, intentan recuperar lo perdido, condicionar al que viene, discutir los términos de su sobrevida. Muestran los dientes, como lo hicieron en la semana santa del 87 o en Monte Caseros. Con poder de daño e intensidad decreciente, pero insisten. No es como apretar el botón del baño, se parece más al fade out de las canciones.

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La hegemonía neoliberal en nuestra región está severamente cuestionada. Sus representantes asumen y se consumen como cañitas voladoras (Bolsonaro) o se chocan contra los límites de la realidad (Macri, Moreno). Chile es, perdón por el lugar común, un cisne negro. Nadie esperaba semejante estallido.

El primer ciclo neoliberal se abrió en 1976. Hoy, 2019, cuarenta y tres años más tarde Alberto tiene la oportunidad de clausurar definitivamente el tercero. Hacer que sea el último, el vencido, convertirse en el presidente del “Nunca Más Neoliberalismo”.

Lo pensábamos muchos, lo veníamos discutiendo. Pero ahora lo dijo Cristina y esa es la señal inequívoca de que ahí nos lleva nuestra unidad de concepción. Pero el neoliberalismo no acostumbra aceptar sus derrotas. Ni mucho menos. Más bien es de morir matando, de hacer todo el daño posible.

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Los logros de Alfonsín, aún parciales, no fueron de él sino de una sociedad –o de una parte importante de esta- que se hizo cargo de militar los derechos humanos, entendiendo que eso reclamaba el momento histórico, y de hacerlo de todas las maneras posibles, de aprender, de perfeccionarse hasta encontrar y sistematizar las más efectivas.

Otro tanto ocurrirá con los de Alberto. El domingo se gana una batalla importante, pero esto recién empieza. No sólo habrá que hacerse cargo de los peores índices de desempleo, pobreza, indigencia, inflación y reservas. Habrá que hacerlo con una bestia malherida que se niegue a aceptar su destino.

¿Qué hacer, entonces? Primero festejar, abrazarse y brindar. Descansar un poco, lo indispensable. Después, lo mismo que en la campaña. Escuchar, empatizar, comentar, contener, explicar sólo cuando nos lo piden, con metáforas sencillas y ejemplos de la vida cotidiana. No quitarles nunca el ojo de encima a los volátiles, los que votaron a Macri enojados con CFK y hoy votan a Alberto enojados con Macri. Muchos de ellos no saben qué es el neoliberalismo. Creen que “son todos iguales”, que este país “es ciclotímico” o que “pasaron cosas” que no les gustan, pero hasta allí llegan su interés y comprensión. No podemos sepultar al neoliberalismo sin ayuda. Necesitamos mantener y engrosar nuestra mayoría electoral. Convertirla en músculo político.

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Es lo que Durán Barba o Gutiérrez Rubí llaman “campaña permanente”, porque las decisiones y alineamientos políticos no se dan de manera mágica ni instantánea sino por acumulación. Un goteo constante, imperceptible pero eficaz, que empuje fuera de nuestro sentido común las fantasías de salvación individual y las zonceras de que los ríos no roban o el dólar es una necesidad básica.

Lo que viene es una tarea excesiva para cualquier presidente, pero es un desafío a la medida de uno que cuenta con el apoyo activo del mayor movimiento de masas del continente.

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