
Aunque los libertarios proclaman la libertad individual como su máximo ideal, la realidad material de la mayoría los acerca más a la condición de libertos modernos: trabajadores dependientes de un sistema económico que les impide alcanzar la verdadera autonomía. ¿Pueden ser libres sin el poder económico necesario para sostener su discurso?
Walter Onorato // Miercoles 08 de enero de 2025 | 13:22
(Por Walter Onorato) El término libertario evoca la imagen de un individuo plenamente libre, capaz de tomar decisiones autónomas sobre su vida, su propiedad y sus actividades sin la intervención del Estado. Según su propia definición, ser libertario significa adherir a una filosofía política que erige la libertad individual como valor supremo. Sin embargo, cuando contrastamos esta idea con la realidad material de la mayoría de quienes se identifican como libertarios, encontramos una contradicción profunda: muchos de ellos no son realmente hombres libres, sino más bien *libertos* en un sentido moderno, sujetos a las limitaciones económicas y estructurales de un sistema que difícilmente permite alcanzar la libertad plena.
En su contexto histórico, el liberto era alguien que había logrado salir de la esclavitud, pero que seguía cargando con las limitaciones impuestas por su pasado y su contexto. Aunque ya no era esclavo, su vida seguía condicionada por la necesidad de trabajar para subsistir, muchas veces dependiendo de aquellos que todavía ostentaban poder económico y social.
Esta idea de la libertad limitada puede aplicarse al libertario contemporáneo. La gran mayoría de los libertarios no son empresarios multimillonarios ni dueños de grandes capitales; son trabajadores asalariados, empleados dependientes o pequeños emprendedores que, si bien aspiran a la independencia, están sujetos a las reglas de un mercado controlado por fuerzas económicas mucho más grandes que ellos. En este sentido, su libertad es ilusoria, ya que no tienen el poder material para ejercer plenamente las decisiones que pregonan como ideales.
El capitalismo moderno, que muchos libertarios defienden fervientemente, no garantiza la libertad para todos, sino que perpetúa un sistema donde la riqueza y el poder están concentrados en manos de unos pocos. Sin una base económica sólida, los libertarios no pueden ser verdaderamente libres porque dependen de su salario, de un empleo y, muchas veces, de la infraestructura estatal que dicen despreciar.
La ironía es evidente: aquellos que proclaman su aversión al Estado y su amor por la libertad individual son, en realidad, dependientes de un sistema que los ubica en una posición subordinada. Pueden criticar los impuestos y las regulaciones, pero al final del día, están atrapados en un modelo que requiere de su trabajo para sostenerse, sin acceso real a los medios de producción o a una riqueza significativa que les permita ejercer esa "libertad" sin restricciones.
La distinción entre libertarios y libertos no es meramente semántica; es un recordatorio de que la verdadera libertad no es solo un ideal abstracto, sino una condición material. Mientras los libertarios no posean la riqueza económica necesaria para vivir sin depender de otros, su libertad será tan limitada como la de los libertos de la antigüedad.
Por eso, más que hombres libres, los libertarios son en realidad libertos modernos: emancipados de una supuesta esclavitud estatal, pero atados a las cadenas invisibles de un sistema económico que no pueden controlar. Su discurso de libertad individual es, en muchos casos, un espejismo que oculta las condiciones estructurales que los mantienen lejos de la libertad plena.
En última instancia, la verdadera libertad no se alcanza proclamándola, sino asegurando las condiciones materiales para ejercerla. Y ahí, la brecha entre el ideal libertario y la realidad del liberto es más evidente que nunca.