
Mientras el escándalo de las criptomonedas sacude las entrañas del poder económico y político, la impunidad mediática de la derecha revela una vez más el cinismo de los grandes medios. ¿Qué pasaría si los implicados se llamaran Cristina o Alberto?
Foto modificada, en la foto real estaba Javier Milei y fué remplazado por Cristina Kirchner
En Orsai // Sábado 31 de mayo de 2025 | 18:16
El programa Secreto de Sumario en Radio 10 puso el dedo en la llaga: ¿por qué ante un escándalo de proporciones monumentales, con operaciones cripto sospechadas de corrupción y lavado, los medios callan, encubren o minimizan cuando los implicados son cercanos al poder real? Darío Villarruel plantea una comparación incómoda pero necesaria: si los acusados fueran del kirchnerismo, ya estaríamos viendo cadenas nacionales de linchamiento mediático. La reflexión no solo interpela a la Justicia y al periodismo, sino también al sistema capitalista que engendra y naturaliza la corrupción.
“Si el título fuera ‘Escándalo Cripto K’, con el fiscal pidiendo los teléfonos de Alberto y Cristina, ¿cuántos móviles estarían ya apostados en la puerta de la residencia de Olivos? ¿Cuántas páginas de diarios con letras catástrofe llenarían los kioscos? ¿Cuántos opinadores indignados estarían pidiendo juicio político en los sets de TN o La Nación+?”, lanza Darío Villarruel en su editorial radial con la claridad de quien no necesita gritar para decir verdades que duelen.
El planteo es simple, pero demoledor: hay una vara para medir al peronismo y otra para la derecha. Una doble vara que desnuda una lógica perversa: cuando el poder real delinque, la prensa lo encubre. Cuando el poder popular tropieza, la misma prensa lo fusila.
“El peronismo no puede delinquir”, afirma Villarruel, no porque sea éticamente superior, sino porque la maquinaria mediático-judicial no se lo permite. A la derecha, en cambio, “los medios le permiten delinquir”. Con esa frase, el periodista no sólo interpela al periodismo, sino también al sistema judicial, que en estos casos actúa más como gestor de impunidad que como garante de justicia.
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El escándalo cripto que sobrevuela a sectores del poder político y económico parece avanzar con una lentitud calculada. Los fiscales piden pruebas, pero los grandes medios no las amplifican. Las operaciones millonarias, las conexiones con bancos, exchanges, paraísos fiscales o financiamiento de campañas permanecen bajo el radar. Nadie habla demasiado. Y cuando se habla, se hace con eufemismos, con condicionales, con tono monocorde. Nada de lo que sí se hace cuando se trata de un militante kirchnerista, un gobernador peronista o un funcionario del anterior gobierno.
“No hay partido político que esté exento de corrupción”, reconoce Villarruel, como quien desactiva una posible crítica por parcialidad. Pero su punto es otro: no se trata de negar la existencia de hechos delictivos, sino de señalar cómo y cuándo se los denuncia, se los persigue y se los castiga.
¿O acaso alguien recuerda alguna cobertura periodística masiva de las cuentas offshore de Caputo, los negocios energéticos de Aranguren o las triangulaciones del Grupo Techint con funcionarios propios? ¿Dónde están los paneles de indignados hablando de los millones fugados durante la gestión de Macri? ¿Dónde están los móviles en la casa de Luis Caputo, ahora ministro de Economía de Javier Milei y también sospechado en operaciones financieras opacas?
La reflexión final de Villarruel va más allá de la coyuntura política. “El capitalismo es directamente proporcional a la corrupción”, afirma, trazando una línea conceptual que incomoda a quienes prefieren separar economía y política, como si el dinero pudiera flotar sin mojarse en las aguas turbias del poder.
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En efecto, el capitalismo no sólo permite la corrupción: la necesita. Es un sistema que promueve la acumulación desenfrenada, la concentración, el privilegio. Y allí donde hay concentración de poder —económico, financiero o institucional— hay opacidad, tráfico de influencias, conflictos de intereses, evasión, lavado. En otras palabras: corrupción.
La corrupción no es un accidente dentro del capitalismo. Es una consecuencia lógica de un sistema que valora más el dinero que la ética, más el poder que la ley. Por eso es ingenuo —o funcional— seguir repitiendo que “la corrupción es de los políticos”, como si los empresarios, los banqueros, los CEO, los jueces o los periodistas fueran espectadores inocentes del saqueo.
Imaginemos un escenario ficticio pero plausible: el fiscal encuentra vínculos entre una criptoempresa y una fundación dirigida por un exfuncionario kirchnerista. Al día siguiente, Clarín titula en rojo: "Corrupción K: investigan a Cristina por lavado con criptoactivos". Patricia Bullrich exige juicio político. Javier Milei twittea “que se pudran todos”. TN organiza un programa especial de tres horas con testigos, expertos y un fiscal mediático opinando con cara de póker.
Ahora volvamos a la realidad: las operaciones cripto investigadas rozan a actores ligados al macrismo, a exfuncionarios de Juntos por el Cambio y a empresarios cercanos a Javier Milei. Pero no hay escándalo, no hay móviles, no hay títulos. Apenas una línea en la sección de economía o un despacho judicial sin eco.
No es que la corrupción no exista. Es que algunos sectores tienen licencia para practicarla sin consecuencias. La misma licencia que se otorgan entre ellos, en el círculo rojo, donde la impunidad es la norma y la ley sólo se aplica hacia abajo.