Atilio Boron @atilioboron Sociólogo y politólogo. Argentino de nacimiento, latinoamericano por vocación. Analista internacional, escritor y periodista
Jueves 22 de diciembre de 2022 | 13:57
Uno de los argumentos más utilizados por la derecha para cimentar su dominación «con la solidez de las creencias populares», como recordaba Gramsci, es persuadir a la población de que la Argentina es un «país de mierda». Para los cultores de esta abyecta acusación, injusta por donde se la mire, la razón de fondo de tan desgraciada situación radicaría en que quienes constituimos esta Nación somos un «pueblo de mierda». Esto se insinúa y se dice a veces recurriendo a eufemismos, aunque en tiempos recientes el sicariato mediático y los políticos de la clase dominante lo hacen cada vez con menor disimulo.
Cabe preguntarse: ¿por qué están redoblando esta ofensiva contra la autoestima nacional? ¿Por qué desearon tan ostensiblemente el fracaso de la selección nacional en Qatar, algo visible hasta para un ciego y audible hasta para un sordo? Respuesta: porque luego del fallido intento de magnicidio contra Cristina Fernández, el monstruoso fallo de la Causa Vialidad y su condena a la cárcel y la proscripción de por vida y, poco después, la escandalosa irrupción del affaire Lago Escondido y las revelaciones del chat de Telegram la peor noticia para la derecha era una oleada de entusiasmo popular. La obtención de la Copa del Mundo fue un cañonazo que sacó a las masas de su resignación y quietismo, y todo eso ensombrece sus chances electorales para 2023.
Situaciones como esta fueron caracterizadas por Gramsci como «momentos de vida intensamente colectiva». Estas sacan al pueblo de la apatía que los opresores necesitan para sus negocios y se convierten en semilleros de entusiasmo, alegría y también de rebeldía. Son situaciones excepcionales en donde puede suceder algo imprevisible y novedoso como, por ejemplo, producir en el seno de las masas una súbita toma de conciencia de su fuerza y condensar –y eventualmente, resolver– en una dirección inesperada el conflicto de clases.
Por eso la derecha siempre le temió al pueblo en las calles, a la comunión que se gesta en momentos como los que se vieron el pasado domingo en todo el país y que hace que enormes multitudes caigan en la cuenta de que pueden ser las dueñas de su destino. Por eso teme que este remezón de las conciencias haga que cale hondo en la opinión pública la convicción de que «el sistema social prevaleciente en el mundo moderno es –como genialmente lo advirtiera Tomás Moro hace 508 años– una conspiración de los ricos para promover sus propios intereses bajo el pretexto de organizar a la sociedad». (Utopía, Penguin Classics, p. 130.)
Nada podría ser más acertado que esa breve sentencia de Moro para comprender la situación de nuestro país, dado que estamos sometidos a una confabulación mafiosa en donde las grandes fortunas han comprado o alquilado a jueces, fiscales, funcionarios, periodistas, académicos y toda la fauna «bienpensante» para saquear al país y sus habitantes, y acrecentar sus riquezas y privilegios hasta el infinito. Y para caer en la cuenta que sus discursos «republicanos», exaltando el «orden jurídico y el debido proceso», son burdas mentiras en las cuales ni ellos mismos creen pese a lo cual son utilizadas para ocultar sus verdaderos designios.
Dado el razonamiento anterior es evidente que los dominantes necesitan un pueblo sin la menor autoestima, resignado, hundido en la tristeza y la impotencia, convencido de que somos un desastre e, incluso, se ha dicho, un estorbo que impide la prosperidad general. «A este país le sobran diez millones de habitantes», dijo José Alfredo Martínez de Hoz cuando era el superministro de Economía de la dictadura genocida. Los actuales herederos y apologistas de ese régimen monstruoso, varios de los cuales deslizan a diario sus venenosas invectivas en los «medios serios» que embrutecen al país, sin dudas dirían que hoy la población sobrante se ha multiplicado por lo menos por dos. Junto a esa descalificación global corre parejo el discurso de autoinculpación a los pobres por su pobreza, otro tradicional recurso de la clase dominante para perpetuar la sumisión y el fatalismo de las víctimas de su explotación.
Más allá de estas consideraciones generales son numerosos los antecedentes históricos y actuales que desmienten el discurso vilificador de la Argentina. En primer lugar, si el país fuera tan desastroso como se dice no habría 2.212.879 inmigrantes (casi un 5% de la población de Argentina, según el último censo) que arribaron a nuestras tierras en búsqueda de una vida mejor. Es el número más elevado entre todos los países de Latinoamérica y el Caribe y basta conversar con los estudiosos del tema y con los propios inmigrantes para saber las razones por las cuales vinieron a este país: educación y salud públicas, seguridad social (jubilaciones, pensiones, etcétera), derechos laborales, políticas sociales y, como tantas y tantos me lo han dicho, un mejor futuro para sus hijos.
¿Puede ser que sean todos unos estúpidos que eligen para acceder a una vida mejor emigrar a un «país de mierda»? No es así: vienen porque en la Argentina todavía sobreviven grandes conquistas sociales que ni remotamente existen en la mayoría de los países de la región. Para concluir con este punto: si uno compara la Argentina con Estados Unidos, otro país con una fuerte inmigración, la evidencia histórica comprueba irrefutablemente que Argentina, tan denostada por los mercenarios de los medios, supo integrar un crisol de etnias, culturas y religiones mucho mejor que Estados Unidos. Aquí no hubo guetos de minorías como los que todavía hoy existen en las grandes ciudades norteamericanas: una Little Italy por aquí, confrontada con una Little Ireland por allá, o con el gueto polaco, el Harlem Latino, con las black communities o el barrio chino; tampoco se han visto carteles que digan «queremos solo inquilinos blancos en nuestra comunidad blanca» y otras lindezas por el estilo. La segregación ecológica de las poblaciones inmigrantes ha sido y es una peste muy extendida en Estados Unidos que no hemos conocido sino en una forma muy atenuada en la Argentina en las primeras décadas del siglo XX.
Los comunicadores sociales contratados para desacreditar a este país prefieren ignorar este dato. También ocultan que su admirado Estados Unidos es el país con el mayor número de tiroteos masivos del mundo, donde es frecuente que un desquiciado entre a una escuela, una tienda o una iglesia y dispare a mansalva dejando un tendal de víctimas. Según el Gun Violence Archive este año finalizará con 675 muertos como producto de esa nefasta tradición, algo que hasta ahora no hemos conocido en la Argentina.
En segundo lugar, miremos algunas cuestiones sociales que atraen a muchos inmigrantes. En Estados Unidos no existe el aguinaldo, o decimotercer sueldo; en la Argentina sí, y este no es un dato menor. A diferencia de lo que ocurre en nuestra tierra, en el país del norte no hay licencia paga por maternidad: en el mejor de los casos se concede a la trabajadora un permiso de 12 semanas si es que está empleada en una empresa con un mínimo de 50 trabajadores. Se le conserva su puesto, pero no se le paga ni un centavo. Y si trabaja en una empresa más pequeña este derecho no existe. En la tan denostada Argentina la licencia por maternidad es obligatoria, tiene una duración de 90 días y la trabajadora continúa recibiendo su sueldo completo. No solo eso: en la Argentina existe desde 1945 el derecho a vacaciones pagas, establecidas por Juan Domingo Perón mediante un decreto cuando era secretario de Trabajo y Previsión; en Estados Unidos, en cambio, las vacaciones pagadas por el empleador no existen.
En fin, podríamos seguir con múltiples ejemplos que sin negar que la Argentina es un país que enfrenta graves problemas económicos, sociales (entre ellos pobreza e inequidades varias) e institucionales –causados, precisamente, por los grupos económicos cuyos voceros se empeñan en vilipendiarla–, debe también reconocerse que hay ciertos rasgos dignos de elogio. Por ejemplo, su vigorosa vida cultural, y no solo en Buenos Aires.
Pero tomemos el caso de esta ciudad: 20,1 librerías por cada 100.000 habitantes, superando a Barcelona (19,8) y a Madrid (15,7) y duplicando los guarismos de Nueva York (9,4). Además tiene en el Teatro Colón a uno de los diez más importantes del mundo y la cantidad de obras teatrales estrenadas por año solo es comparable con las cifras de Londres, París o Nueva York. Aparte, tres premios Nobel de ciencias son de este país: Houssay, Leloir y Milstein, contra uno de España, Portugal, Venezuela y México, y dos premios Nobel de la Paz, todos egresados de la universidad pública. Por último, pese a la crónica crisis de financiamiento nuestras universidades son elegidas por 89.000 estudiantes extranjeros (21% de los cuales procedentes de Europa y América del Norte) que acuden a este país para recibir una enseñanza gratuita y de calidad. Para no contar con el hecho de que la Universidad de Buenos Aires ocupa el puesto 67 entre las 100 mejores universidades de todo el mundo.
En fin, la Argentina está lejos de ser un país perfecto (a ver, sociólogos, politólogos, perio-mercenarios: ¿cuál sería ese país, por favor?), pero decir que este es «un país de mierda» solo refleja la cualidad de nuestros grupos dirigentes y sus voceros que, desde los medios, propalan estas infamias. Tengo para mí la convicción de que el imaginario colectivo está reaccionando en contra de ese discurso de la resignación y la derrota. Los enormes festejos por la obtención de la Copa del Mundo podrían llegar a ser un parteaguas en la historia del imaginario popular argentino.
Fuente https://accion.coop/opinion/pais-de-mierda/